Aceptar las cosas como son

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“Hay vida antes de la muerte; disfrútala” (Eduard Punset)

Una de las fuentes de sufrimiento más comunes en el ser humano es el deseo de que las cosas sean distintas a como realmente son. Cuando un país pasa por una grave crisis, la población mira atrás y desea que todo fuera como antes, un antes que en su momento no se valoraba porque parecía aburrido o bien había otras aspiraciones.

Lo mismo sucede con las relaciones interpersonales. Quien tiene por pareja a alguien silencioso desearía un carácter dicharachero, y este último pondrá de los nervios a quien convive con él un día tras otro. ¿Por qué anhelamos siempre lo que no tenemos?

Nuestra forma de vida está tan basada en el cambio y el progreso, que a menudo valoramos negativamente la estabilidad sin saber cuál sería la alternativa.

La insatisfacción es lo que permite el progreso de la ciencia, las artes y todo lo que tiene que ver con la sociedad, pero cuando se vuelve crónica en nuestro día a día deja de ser un estímulo para teñir de negatividad nuestra vida.

Hay personas que, instalados en la queja y la amargura, molestan a los demás –y a sí mismos– de forma totalmente estéril porque de nada sirve señalar lo que no funciona sin ofrecer soluciones.

Madame Bovary dio nombre a lo que el filósofo Jules de Gaultier denominaría “bovarismo”. Se trata de un estado de insatisfacción permanente a causa del desnivel entre las propias ilusiones y la realidad. Sin abogar tampoco por el conformismo, si nuestras aspiraciones se hallan siempre a gran distancia de lo que tenemos, jamás alcanzaremos la serenidad. Como el burro que persigue la zanahoria, podemos pasar la vida entera esperando “algo mejor” para descubrir al final que ya lo teníamos y no habíamos sabido verlo.


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Los manuales de psicología han puesto de moda el verbo procrastinar, que significa postergar aquello que deberíamos hacer hoy. Un aplazamiento que también se produce en un nivel existencial. Muchas personas postergan la felicidad hasta que cambie la situación que están viviendo. Se convencen de que cuando encuentren un trabajo mejor o la pareja ideal, por poner dos ejemplos, se darán permiso para disfrutar de la vida. Sin embargo, este planteamiento tiene un fallo de origen y es que nada resulta como esperábamos una vez que lo conseguimos.

Lo que ocurre es que muchas personas cuando llega el momento tan largamente esperado o deseado sufren una desilusión; entonces fijamos nuevos objetivos esperando que una vez alcanzados llegue, esta vez sí, el premio definitivo. Sin embargo, esto no acostumbra a suceder, ya que más que insatisfacciones existen las personas insatisfechas.

Del mismo modo que nos resulta difícil aceptar las cosas como son, también nos cuesta aceptar a los demás, ya que su forma de pensar y reaccionar nunca coincidirá con nuestras expectativas.

En esta clase de pensamientos está el punto de partida de la mayoría de conflictos interpersonales. Al esperar que los demás se comporten de determinada forma les estamos negando el derecho a su identidad. Además, al enfadarnos por estas diferencias obviamos algo muy importante: ser o actuar de modo distinto a nosotros no tiene por qué ser negativo.

Afortunadamente, cada persona tiene una combinación única de defectos y virtudes. Podemos aceptar su singularidad y sacar partido de las cosas buenas que nos ofrece o bien enrocarnos y señalar al otro como enemigo.

Byron Katie sostiene que “la realidad es siempre más amable que las historias que contamos sobre ella” y que cualquier enfado que tengamos con los demás es, en el fondo, algo de nosotros mismos que nos molesta. Por eso mismo desearíamos cambiarlos, porque resulta más fácil exigir la transformación del otro que la de uno mismo.

Según esta autora, ante un pensamiento negativo solo tenemos dos opciones: o nos apegamos a él o indagamos para comprenderlo. Esa última actitud y una relación constructiva con nuestro entorno nos llevarán a un plano superior.

Una anécdota que se menciona en los talleres de superación personal tiene como protagonista a un violinista que en pleno concierto en Nueva York vio cómo se rompía una de las cuatro cuerdas de su violín. En lugar de detenerse, decidió adaptar la melodía a las otras tres cuerdas, algo realmente difícil con este instrumento. Cuando le preguntaron por qué había elegido esa opción, respondió: “Hay momentos en los que la tarea del artista es saber cuánto puede llegar a hacer con lo que le queda”.

Sin duda, la realidad nos pone a prueba y a menudo estamos expuestos a circunstancias indeseadas. La cuerda rota del violinista tiene su equivalente, en la vida cotidiana, en situaciones con mucho menos público, pero más dolorosas. En lugar de lamentar nuestra suerte, podemos preguntarnos qué es lo que nos queda y qué podemos hacer para restablecer el equilibrio en nuestra vida. Para que vuelva a sonar la música, no obstante, es necesario aceptar las cosas como nos ha tocado vivirlas, ya que son un reto y un aprendizaje. Al mismo tiempo, en lugar de buscar culpables, debemos aceptar a los demás y no fijarnos en su cuerda rota, sino en las otras tres que siguen sonando.

Francesc Miralles
Fuente: elpaís

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