Padres y madres tenemos la mala costumbre de sobreproteger a nuestros hijos. Miedo a que sufran, a que no sean capaces o a que se sientan frustrados y hundidos por no alcanzar sus metas con autonomía son algunas de las causas que se esconden detrás de esta actitud. El sufrimiento de los hijos se convierte en el de los padres, que llegan a sentir angustia, malestar general, excesiva preocupación, anticipaciones catastróficas de las desgracias e infelicidad de su prole.
Hay padres que además tratan de evitar que sus descendientes vivan experiencias que ellos sí experimentaron de pequeños o adolescentes. Pero ni las circunstancias son las mismas ni la persona a la que educa es su clon.
Por este motivo, muchos progenitores tratan de allanar el camino a sus hijos con tal de evitar su sufrimiento, lo que es una de las peores lacras desde el punto de vista de la psicología. Hacerlo evita el aprendizaje, impide que la persona explore nuevas emociones, que se encuentre ante dilemas interesantes para resolver o retos a los que buscar soluciones. Cada vez que evitamos a nuestros hijos una situación que pensamos que puede hacerles pasarlo mal, les estamos negando una oportunidad de crecimiento personal, una manera de explorar sus límites e impedimos que descubran lo capaces que son.
Ejemplos existen cientos, desde ayudarlos a hacer los deberes para que terminen antes o porque pensamos que no lo harán solos, a servirles la comida para que no la derramen, no dejarles que se ensucien o se caigan en ningún momento cuando juegan o defenderlos de profesores, amigos o comentarios sin contrastar ni dudar de sus palabras. Sobreproteger es impedir que los hijos exploren las consecuencias de no ser responsables, y justamente son los resultados de lo que hacemos o no los que realmente motivan los cambios.
Los límites de la sobreprotección están en cuidarlos “demasiado”, evitando así que se enfrenten de forma natural a los problemas que sí tienen que vivir, a las soluciones que ellos tienen que buscar y las consecuencias propias de cada acto. No se trata de promover una conducta temeraria por parte de los padres y dejar que se enfrenten a responsabilidades impropias de la edad, sino de no educar en una burbuja en la que se encuentren falsamente seguros y al margen de una realidad que educa para la vida, la presente y la futura.
Lo que nunca puede perder de vista su hijo es la sensación de seguridad. Si le agreden, alguien le pone en peligro, sus amigos le sugieren actividades peligrosas o fuera de lugar para su edad, tiene que sentir la tranquilidad de que sus mayores le van a aconsejar, poner límites y proteger física y moralmente.
Los niños que se han educado demasiado a resguardo tienen mayores problemas en el futuro para enfrentarse a emociones básicas como son la frustración, el miedo, la ansiedad o la tristeza, que deben aprender a gestionar. Nuestros hijos, en un futuro, tienen que llorar el desamor, sufrir una equivocación en su puesto de trabajo, la crítica de su jefe, la soledad del que empieza una vida independiente, la pérdida de un ser querido y el amigo que deja de serlo porque le falla. Gestionar de forma eficaz estos sentimientos forma parte del crecimiento personal de todos nosotros. Si se evitan estas situaciones a nuestros hijos con el fin de que no sufran, no estarán preparados para ser adultos maduros y emocionalmente responsables. Puede incluso que generemos una sociedad de personas socialmente dependientes, “personas mantequilla”, que, a la primera adversidad, se derriten. Seguir leyendo «¡Que se busquen la vida!» →