“¿Cuál es tu siguiente viaje, Raül?” Confieso que he escuchado tantas veces esta pregunta. Es más, creo que si cada vez que la escuchara lo apuntara en una libreta, ahora tendría recopiladas varias libretas sobre mi escritorio.
Barcelona, Marrakech, Lyon, Guanajuato, Lima, Estambul, Montevideo, Dublín, Medellín, Potosí, Atenas, Valparaíso, Lisboa, Salvador de Bahía, Budapest, Viena, La Habana, Puerto Viejo, Mar del Plata… son algunos de los muchos lugares donde he pasado un período de mi vida. A veces son días, otras semanas y, en ocasiones, meses. Pero en realidad no importa el tiempo que he vivido en cada uno de estos lugares, sino la calidad de lo vivido.
Al finalizar mis estudios, me fui a vivir a Granada. Fue mi primer viaje. Una mañana, en el mirador de San Nicolás, decidí cambiar mi reloj por una pulsera. Quizá fue un acto más por comodidad que por convicción. Todos los días tomamos decisiones que pueden cambiar el rumbo de nuestra vida. Aquella mañana, sin darme cuenta, al apartar el tiempo de mi vida, empecé a sembrar la semilla de mi libertad. Desde entonces he ido evolucionado hacia el minimalismo, hacia lo esencial. Creo que no necesitamos más cosas para vivir que todo aquello que podamos meter en una mochila. Todo lo demás se convierte en una pesada carga que no nos permite avanzar. Cuando viajo mi equipaje pesa alrededor de 9 kilos. Y es que, con el paso de los años, he aprendido a diferenciar la cantidad de la calidad. Además, lo realmente importante no tiene nada que ver con lo material sino con lo humano, es decir, con aquellas personas que me encuentro en los países donde viajo. Para mí sólo existe una cosa imprescindible: los Otros.
Me gusta viajar, conocer lugares y escribir sobre sus gentes. A veces me preguntan si podría elegir una ciudad de todas las que he visitado. Pero es muy difícil elegir una ciudad. Pienso que todas las ciudades pueden ser hermosas o feas, depende de cada individuo. Porque la belleza o la fealdad de las cosas, en cierto sentido, está en el ojo del observador. Para mí todas las ciudades son hermosas, incluso aquellas que están sumergidas en una inmensa capa de neblina gris. Porque en realidad son las personas que habitan en éstas las que las hacen hermosas, y, afortunadamente, siempre he encontrado a personas que han hecho que mis viajes estuvieran llenos de sentido y autenticidad. Incluso en las peores circunstancias. Pero si tuviera que elegir me quedaría con dos ciudades: la primera y la última. La primera porque la primera vez de todas las cosas son mágicas. Por eso Granada siempre será especial. Y la última porque es el lugar donde me encuentro en ese momento y, por lo tanto, la que me está regalando en cada instante el regalo de la existencia. Como dijo Schabacher: “Cada día viene con sus propios regalos. Desata los lazos”. Os aseguro que no existe un solo día que no desate todos los lazos.
Ahora bien, si tuviéramos que remontarnos al origen de todo, al origen de mis viajes, seguramente tendríamos que retroceder a mis años de universidad. Fue mi primer encuentro con los grandes filósofos, novelistas, poetas y pedagogos del mundo clásico y contemporáneo. Los libros están llenos de encuentros. Era tanta mi fascinación por la lectura que mis padres me comparaban con el Quijote. “¡Ojalá todos tuviéramos la locura del Quijote!” pensaba. Así fue como, durante mi etapa de estudiante, conocí la obra de Frederich Nietzcsche, Hermann Hesse, Mario Benedetti, Lewis Carroll, Lorenzo Milani, Pablo Neruda, Ernesto Sabato o Paolo Freire. Cada libro era una aventura, un viaje a lo desconocido. Recuerdo que, unos años más tarde, durante mi primer viaje por Sudamérica, ¡volví con veintidós libros en la mochila! Me costó mucho aprender a viajar sin necesidad de ir acumulando por el camino aquellas auténticas joyas.
Pero en la universidad no solamente tuve la oportunidad de conocer la obra y la vida de grandes autores. También pude encontrarme con magníficos profesores: Carme Trinidad, Jesús Vilar, Jordi Grané, Adriana Kaplan, Carme Fernández, Jordi Sabatér, y Anna Fores, son algunos de esos profesores. Ellos, con su particular forma de ser, con su auténtica sabiduría, consiguieron abrir la persiana de mi conciencia e iluminar ese cuarto oscuro que era entonces mi mente. ¡Ellos son luz! Y la vida, con sus azares y sus caprichos, siempre tiene sus recompensas. Así fue como, después de siete años, volví a reencontrarme con Anna Forés. Desde aquel día creo que las coincidencias, al igual que el destino, no son inocentes.
Anna, con una simple mirada, con un simple gesto, es capaz de convertir lo más complejo en algo sencillo y hermoso. Es creatividad e inspiración. Todavía recuerdo sus clases como un espacio donde todos los alumnos teníamos algo que aportar y todos éramos respetados. Porque Anna es de esas personas que pone a disposición de los que aprenden la energía necesaria para movilizarlos hacia la búsqueda de los saberes. Incluso me atrevo a contaros un secreto: Anna es un hada. Hoy puedo decir que tuve la suerte de ser tocado con su varita mágica. Ella me mostró mis alas. Pero también, con su hechizo, hizo posible que pudiera compartir mis pensamientos y mis escritos. Ella fue la responsable de que conociera a un editor, y de esta forma publicar mi primer libro. Ahora tengo el placer de contar con sus consejos y sugerencias para poder escribir mi segundo libro. ¿Acaso no es cierto que la vida, con sus días de sol y sus días de lluvia, es simplemente maravillosa? ¡Gracias Anna!
Por último, aunque no por ello menos importante, también en la universidad conocí a un grupo de personas con una humanidad sobrenatural. ¡He aprendido tanto con mis compañeras y compañeros de clase! Ellas y ellos, con su sencillez, su valentía y su amor, me regalaron unas valiosas lecciones que, al día de hoy, todavía me acompañan. Durante mi último curso, Meritxell Ortiz, una persona que admiro por su inagotable sensibilidad, me regaló una frase de un poema de Antonio Machado: “Caminante no hay camino, se hace camino al andar”. Me costaba reconocer que apenas conocía la obra de Machado. Mi ignorancia en aquellos tiempos era puro atrevimiento. Ahora, en cambio, me atrevo a ser ignorante. Aquella frase, simple en apariencia pero profunda de alma, se convirtió sin ninguna duda en la lección más importante durante todos mis años de universidad. Aprendí que siempre existía un camino, tanto en los buenos momentos como en los malos momentos, y que sólo teníamos que tener los sentidos muy despiertos para encontrarlo y empezar a recorrerlo.
Desde entonces ese camino me ha abierto las puertas más insospechadas, más sorprendentes, más misteriosas, tanto de mi propio ser como de todo lo que me rodea. Después de explorar, descubrir, y sobre todo equivocarme muchas veces, me he dado cuenta de que es un camino personal que tenemos que recorrer solos. Cada persona tiene su propio rumbo. Aunque, a medida que avanzamos, nos encontramos a personas que van en la misma dirección. A veces decidimos compartir un tramo con ellas. Tramos más largos y tramos más cortos. Es entonces cuando estas personas adquieren unas formas determinadas en nuestra vida. Algunas de ellas tienen forma de amantes, otras de guías espirituales, otras de alumnos… Pero todas tenemos una cosa en común, algo que nos une: somos seres emocionales.
Ryszard Kapuscinski, un poco más tarde, también me enseñó que cuando nos aventuramos a enfilar ese camino aparece ante nosotros Mi otro yo. Y, como él, he descubierto que Mi otro yo es un ser extremadamente emocional. Pero para poder descubrirlo primero tuve que aprender a reconocer al Otro, porque es en su figura donde cada día podemos vernos reflejados y conocernos en profundidad. Por eso es tan importante mirar a los lados y hacia atrás. Porque mirar hacia atrás significa valorar nuestra historia y el camino que hemos recorrido para llegar al lugar donde estamos. Y mirar hacia los lados nos permite saber que no estamos solos, es decir, quiénes son las personas que nos están acompañando en cada momento.
Por eso, en este corto aunque intenso viaje que es la vida, siempre me gusta mirar hacia los lados. Mirar aquellas personas que me acompañan y que, de alguna forma u otra, son imprescindibles. Pero también me gusta echar la vista hacia atrás y contemplar aquellas personas que, aunque ahora físicamente no estén presentes, en algún momento me acompañaron. Ellos fueron mis espejos, mis guías. Reímos, lloramos, cantamos, bailamos, corrimos… y vivimos juntos toda clase de vivencias. Ellos, con sus diferencias y su propia identidad, me enseñaron los rincones más recónditos de mi ser. Hoy soy un pedacito de cada uno de ellos; sus esencias me acompañan hasta la eternidad. Por ese motivo, sería injusto no acordarme de ellos en este libro; como tampoco de aquellos desconocidos que, tarde o temprano, me acompañaran en algún tramo formando un nos(otros). ¡Eternamente gracias!
Fragmento del capítulo «Donde todo empieza» del libro Convivir no es de locos. El poder de la relaciones
Por Raül Córdoba
Amo ésas veces que leo algo que llega hasta el fondo de mi alma, y hoy, éste fragmento del libro es una de esas veces que voy a amar por siempre.
¡Bendiciones!