La felicidad se parece más a la serenidad que a la euforia

El miedo es una emoción que nos cuesta mucho reconocer. Es posible afrontarlo, pero primero hay que reconocerlo. La mayoría de las veces se oculta debajo de la rabia y así, entonces sí, es imposible manejarlo. Si no le hacemos frente se hace cada vez más grande hasta que nos bloquea, porque surge cuando algo nos parece una amenaza para nuestra existencia. Cuando uno siente tristeza no se bloquea, puede seguir con su vida; pero el miedo paraliza. Por eso, si seguimos transmitiendo una visión tan horrible del mundo e inculcando miedo sólo conseguiremos formar a personas que se conformen, que renuncien a cambiar la situación en la que viven sólo por miedo.

Educar la alegría significa transmitir vida. Hacer ver el vaso medio lleno, que es tan real como el vaso medio vacío. Transmitir confianza, moverse físicamente –porque el movimiento es uno de los pilares básicos de la alegría–, una educación sedentaria en la que están sentados en casa es dañina. Educar la alegría es transmitir la parte luminosa de la vida de forma sistemática y cotidiana. Los niños necesitan sentirlo todos los días para que tengan reservas con las que afrontar el sufrimiento que irremediablemente llegará en algún momento de sus vidas.

Es complicado que unos padres que pasan por un momento de tristeza educar alegría a sus hijos, porque el autocuidado de quien educa es la primera condición. Cuidarnos como padres es cuidar a nuestros hijos. Si alguien no está bien no podrá transmitir pensamientos y afectos positivos. Por eso es muy importante «educar en red», es decir, que haya varias personas de referencia en el entorno del niño capaces de apoyarles mientras otros se recuperan. Hay que saber ayudar a nuestros alternos y a la vez pedir ayuda.

Todas las emociones, tanto positivas como negativas, son beneficiosas para el desarrollo humano.

No se trata de aprender a sufrir, sino de aprender a transitar emociones. Esto es: no evitar expresarlas cuando llegan, no negar el miedo, vivir la alegría plenamente cuando toca… El manejo de las emociones no tiene tanto que ver con el contexto social del individuo como con la historia personal de cada uno y su capacidad de elaborarla.

Las emociones se educan. Todos vivimos todas las emociones y la manera en que las gestionamos se aprende de nuestro círculo –que para la mayoría son los padres– en los primeros años de vida. Heredamos sus estilos de manejo (de las emociones), lo que vemos que hacen y viven, no lo que nos dicen.

La alegría es un motor que nos lleva a encontrarnos con otras personas, a saber protegernos y a ser fuertes ante dificultades. Hemos generado un hábito por el que se inculca el miedo a los niños, no se les cuenta la parte positiva de las cosas, sólo lo horrible que es el mundo. La mayoría de gente basa la protección en meter miedo: «Ten cuidado, no hagas esto, no salgas porque te puede pasar lo otro»; cuando en realidad la base de la protección es enseñar a pedir ayuda cuando estás en una situación de peligro. El mensaje que hace más fuertes a los niños no es el miedo, sino la confianza. Por culpa del miedo, a veces, cuando sentimos alegría la ocultamos. Resulta extraño decir: ¡estoy genial! Vivimos la alegría pero no la hacemos pública.

La sociedad actual se tiende a confundir la felicidad con la euforia

La felicidad es una meta, porque tiene que ver con un estado general, la evaluación global de tu vida, tu equilibrio interno. Nunca es explosiva ni momentánea, la alegría sí. Aunque hay cierta parte de relación entre una y otra: cuanto mayor nivel de alegría, mayor felicidad; también puedo estar triste momentáneamente y sentirme básicamente feliz. Si uno mira el mundo tal cual es no puede tener una visión eufórica de él, y si eso ocurre es porque algo no funciona bien internamente, porque en el mundo hay un nivel de dolor que no puede generar sentimientos positivos que no sean momentáneos.

Uno de los elementos para educar la alegría es permitir la tristeza. Si educo a los niños para que no estén tristes nunca estoy impidiendo la conexión con sus propias emociones y, por lo tanto, con las de los demás. Una forma de trabajar la empatía en niños muy pequeños es proyectar los sentimientos en ellos mismos: «¿Cómo te sentirías tú si te hubiera pasado esto?». Aprovechar asuntos de la vida cotidiana para fomentar esa conexión.

Así ayudamos también a que desarrollen tolerancia a la frustración. Hoy en día los niños tienen una baja tolerancia a la frustración porque se les da todo cuando tienen una pequeña tristeza para subsanarla. También les protegemos de los grandes sufrimientos. Tendemos, por ejemplo, a evitar que los niños vivan la muerte cuando en realidad lo necesitan para poder despedirse y superar este dolor. Desde las pequeñas frustraciones hasta los grandes dolores: Si no lloras cuando toca llorar las lágrimas se quedan dentro y resulta más difícil reír.

La tristeza no vivida, por lo tanto, se queda acumulada en el cuerpo y forma parte de nuestra memoria corporal. Cuando expresamos nuestras emociones sencillamente se van, si no lo hacemos se anclan y es mucho más difícil desarrollar otras. Esto genera duelos patológicos, es decir, nos quedamos enganchados al duelo, al sufrimiento. Sucede mucho en casos de maltrato en la infancia cuando los niños no saben expresar lo que está pasando y lo guardan dentro hasta que son adultos, y siguen cargando con ello.

La fortaleza emocional es básica cuando tienes que afrontar el dolor. Se gana a través de una vida cuidada sistemática y conscientemente; surge de la capacidad que tuvieron tus vínculos de no dejarte solo en los pequeños dolores. Si tuvimos el apoyo para afrontarlos, cuando lleguen los grandes problemas tendremos una base sólida que no nos dejará bloquearnos.

Para crear un entorno de seguridad sin llegar a la sobreprotección, por lo tanto, es necesario en primer lugar garantizar unas normas y límites claros. Los límites no son un derecho de los padres, sino de los hijos, para vivir seguros. No se trata de dejarles hacer lo que quieran. En segundo lugar, es necesario crear un entorno de comunicación cotidiana, de tal forma que si el niño pasa por un problema lo cuente. Por eso es muy importante pasar tiempo con ellos: si no estás en casa es difícil que un niño acuda a ti para contarte qué le preocupa. El tercer elemento es el afecto diario. Una de las mejores cosas que pueden decir nuestros hijos de nosotros es que «somos pesados». Esto es genial, porque el amor no es algo que se sepa, se siente y se vive cada día en los detalles cotidianos. Hay que llenar el entorno de afectividad expresa.

Pepa Horno
Fuente: abc



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2 respuestas a “La felicidad se parece más a la serenidad que a la euforia”

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